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Mientras que la Biblia no habla claramente al respecto, durante siglos los teólogos consideraron que el alma aparecía cuando el feto adquiría la forma humana. Para Santo Tomás, “el alma no es infundida antes de la formación del cuerpo”.
La encarnizada lucha que la Iglesia Católica despliega en todo el mundo contra el aborto es, si se la compara con su propia historia como religión, bastante nueva. Mientras que durante gran parte de sus dos mil años de existencia no vio al aborto como una cuestión grave equiparable al homicidio, fue recién en 1869 que la Iglesia cambió de posición, cuando el papa Pío IX determinó que los embriones poseen un alma a todos los efectos desde el momento de la concepción.
Durante los primeros años del cristianismo, existieron posturas contradictorias y para nada unánimes entre los diferentes papas y las doctrinas de los Padres de la Iglesia -como se conoce a un grupo de escritores cuyas enseñanzas durante el primer milenio del cristianismo tuvieron gran peso en el pensamiento y la teología cristianas-.
Y es que tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento no abundan en remisiones a la cuestión del aborto: las alusiones son pocas, y algo enrevesadas. Uno de los pasajes más citados por quienes defienden la prohibición se encuentra en el Antiguo Testamento, en el primer capítulo de Jeremías, y dice: “Antes de formarte en el vientre materno, yo te conocía; antes de que salieras del seno, yo te había consagrado, te había constituido profeta para las naciones”.
Santo Tomás de Aquino, uno de los mayores teólogos de la historia del cristianismo, creía que el embrión no tenía alma, que se adquiría junto con la forma humana
Tomada individualmente, la frase parecería decir que Dios ha santificado al embrión; sin embargo, cuando se observa el fragmento completo que la incluye puede apreciarse que de lo que allí se habla no es ni del aborto ni de la santidad de la vida del feto: “La palabra del Señor llegó a mí en estos términos: «Antes de formarte en el vientre materno, yo te conocía; antes de que salieras del seno, yo te había consagrado, te había constituido profeta para las naciones». Yo respondí: «¡Ah, Señor! Mira que no sé hablar, porque soy demasiado joven». El Señor me dijo: «No digas: «Soy demasiado joven», porque tú irás adonde yo te envíe y dirás todo lo que yo te ordene. No temas delante de ellos, porque yo estoy contigo para librarte –oráculo del Señor–»”.
Para el filósofo James Rachels -autor de Introducción a la filosofía moral –Fondo de Cultura Económica, 2007-, una especie de best seller estadounidense de ética publicado originalmente en 2003- la lectura de ese fragmento no permite concluir que se trate de un juicio moral sobre el aborto, sino más bien es una figura “poética”.
Donde las Escrituras sí hablan sobre el aborto explícitamente es en el libro del Éxodo, en su capítulo 21, cuando describe las normas que regían a los israelitas y distingue la pena por el homicidio (que se castigaba con la muerte) del aborto, que apenas es merecedor de una multa.
Durante el primer milenio del cristianismo, no hubo consenso sobre el aborto: para San Agustín, por ejemplo, el embrión adquiría el alma a los 45 días
Esta ambigüedad en los textos sagrados fue lo que provocó la existencia de posturas contradictorias: mientras que en el siglo I el Didaché -el primer catecismo conocido- condenaba el aborto, dos siglos después el Concilio de Elvira lo sancionaba sólo si era realizado con motivo de un adulterio, pero dejaba sin castigo al aborto provocado dentro del matrimonio.
Por esos mismos años, San Agustín -354-430 d.C-, obispo de Hipona y máximo pensador del primer milenio del cristianismo, consideraba que el embrión no tenía alma hasta el día 45 después de la concepción. Por eso, distinguía entre el aborto realizado sobre un feto animado -que equiparaba al homicidio-, del aborto practicado sobre un “informe” sin alma humana, que igualmente repudiaba pero que tenía una pena menor.
Casi un milenio más tarde, Santo Tomás de Aquino -1225-1274-, otro de los teólogos más importantes del cristianismo, fue contundente al sostener -en su Suma Teológica y siguiendo a Aristóteles– que “el alma no es infundida antes de la formación del cuerpo”. El alma humana viene junto con la forma humana, decía, por lo que un embrión no tiene alma sino hasta después de varias semanas de embarazo, cuando el feto comienza a adquirir la forma humana. “Se consideraba que los primeros movimientos del feto, las primeras señales de vida perceptibles, significaban el comienzo de la «animación»”, explica el filósofo Richard David Precht en su libro¿Quién soy y… cuántos? Un viaje filosófico -Ariel, 2007-.
Santo Tomás consideraba que el aborto de un embrión en sus primeras fases de desarrollo era equiparable a la contracepción, por lo que era igualmente condenable, pero no en el mismo nivel que un homicidio.
Esta postura la Iglesia la adoptó en 1312, en el Concilio de Vienne convocado por el papa Clemente V, y recién la revirtió en el siglo XIX, cuando dio marcha atrás, pero por un curioso motivo: con rudimentarios microscopios de la época, los científicos de entonces creyeron ver en el embrión a personas humanas diminutas, a las que denominaron “homúnculo”. Así, siguiendo la postura tomista, consideraron que se trataba de una criatura perfectamente formada que sólo necesitaba crecer, por lo que estaba dotada de alma y era incorrecto.
En la Biblia existen pocas y confusas referencias al aborto “matarlo”.
Los avances tecnológicos posteriores permitieron confirmar, sin embargo, que el pensamiento original de Santo Tomás era correcto, y que los embriones comienzan como un grupo de células y que la forma humana la adquiere con el desarrollo. Aun cuando cambió el conocimiento científico, la Iglesia mantuvo la posición que había adoptado en la ciudad francesa de Vienne.
El hecho de que durante siglos la Iglesia no tuviera una postura unívoca sobre al aborto explica, para Rachels, que el derecho occidental no haya tratado en muchos casos al aborto como delito. En países como los Estados Unidos, la prohibición duró apenas poco más de un siglo: fue instaurada bien entrado el siglo XIX, y concluyó en 1973, cuando la Corte Suprema dictaminó que era inconstitucional.
Tras exponer la historia de las diferentes posiciones de la Iglesia respecto del aborto, Rachels la compara con las cambiantes opiniones morales y religiosas sobre la esclavitud, la condición de la mujer o la pena de muerte y reflexiona: “La tradición eclesiástica, así como las Escrituras, es reinterpretada por cada generación para apoyar sus propias opiniones morales. El aborto es sólo un ejemplo”.
Por último, Rachels sostiene que “lo correcto y lo incorrecto no deben definirse en términos de la voluntad de Dios; la moral es cuestión de razón y de conciencia, no de fe religiosa; y en todo caso, las consideraciones religiosas no dan soluciones definitivas a los problemas morales específicos que confrontamos”.