La libertad de expresión en la cuerda floja: ¿hasta qué punto la política utilizará la violencia mediática?
Al avecinarse la época electoral es común encontrarse con una avalancha de agravios, insultos y fake news en las redes sociales.
La arena electoral, en cualquier parte del mundo, siempre ha sido un terreno fértil para las disputas, los roces y las tensiones.
Sin embargo, en tiempos recientes, la política parece haber cruzado una línea peligrosa, donde las agresiones personales y los ataques a la dignidad humana se presentan como una extensión legítima de la libertad de expresión.
En este contexto, la pregunta que nos interpela es clara: ¿hasta dónde es aceptable utilizar la vida privada de un oponente como herramienta política? ¿Es moralmente correcto exponer temas tan sensibles como enfermedades, adicciones o trastornos mentales para descalificar a quien se tiene enfrente?
Este fenómeno no es nuevo. Ya el año pasado, durante la campaña presidencial, vimos cómo las redes se convirtieron en un campo de batalla en el que no se dudaba en utilizar los aspectos más íntimos de los candidatos, con el único fin de socavar su imagen pública.
En Salta, la historia no fue diferente. Con el mismo guion, los operadores políticos no solo se dedicaron a desinformar, sino que recurrieron a la exposición de aspectos privados de los adversarios para golpearlos con lo más bajo: su salud, su familia, sus enfermedades.
Uno de los mecanismos más utilizados para difundir estos ataques ha sido la creación de portales digitales o perfiles en redes sociales que operan como canales de desinformación.
Algunos de estos actores, con intereses políticos claros, hasta llegaron a crear canales de Streaming. Estos espacios buscan asegurarse de que sus ataques lleguen a un público más amplio.
La mezcla de dinero y poder político se convierte en una fórmula letal para manipular la opinión pública, mientras las víctimas, por lo general, se ven atrapadas en un ciclo de difamación del que es muy difícil salir.
Pero no se trata solo de una estrategia local. En un nivel nacional, hemos sido testigos del uso mediático de la figura pública como un blanco a atacar. El caso de la ex presidenta Cristina Fernández de Kirchner, constantemente acosada mediáticamente con el mote de “chorra” y señalada con una violencia discursiva que traspasó la barrera de la política para convertirse en odio puro, es un ejemplo claro de cómo los operadores mediáticos y políticos pueden contribuir a generar un clima de violencia simbólica.
La misma violencia que se desató con el intento de magnicidio que sufrió la ex mandataria no es solo el resultado de un acto aislado, sino de un discurso mediático sistemático que construyó una narrativa de odio y deshumanización.
En la provincia de Salta, esta dinámica se replica, con el agravante de que, cuando la víctima de estas fake news reacciona y denuncia los hechos ante la justicia, los responsables de difundir las falsedades se parapetan detrás de la “libertad de expresión” para eludir las consecuencias.
En nombre de esta libertad, se burlan de enfermedades y situaciones personales vulnerables, mientras utilizan el periodismo como un arma arrojadiza para destruir la moral de sus adversarios.
En el 2022, la Subsecretaria General de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, Ilze Brands-Kehris indicaba la necesidad de abordar el fenómeno de la desinformación en el contexto de un panorama de rápida evolución en las comunicaciones, debido a las tecnologías innovadoras, las cuales han permitido la difusión de volúmenes de contenido sin precedente alguno.
“La desinformación se produce de diferentes formas, e incluye operaciones diseñadas por estados, funcionarios del estado, teorías de la conspiración sobre políticas sanitarias, y campañas de desprestigio dirigidas a debilitar a grupos y personas específicos, entre otras muchas”, explicó Brands-Kehris.
Es necesario recordar que la política, en su esencia, debe ser un campo de debate de ideas, no de destrucción personal.
La libertad de expresión no puede ser un salvavidas para quienes se dedican a destruir la imagen de sus opositores a costa de su intimidad y dignidad. Si bien el periodismo tiene un rol fundamental en la democracia, su responsabilidad es informar y cuestionar, no destruir.
La libertad de expresión no debe ser una excusa para el abuso ni para la violencia mediática.
La sociedad merece un debate sano, donde las ideas prevalezcan sobre los ataques personales, y donde la ética y el respeto sean la base de cualquier discusión pública. Solo así podremos construir una política de cara al futuro, que no dependa de las fake news ni de la manipulación de la intimidad ajena.
Este debate, lejos de ser trivial, es una cuestión de principios y valores. Es hora de que los responsables del discurso de odio se hagan cargo de las consecuencias de sus actos al desobedecer las advertencias judiciales.