•Por: Rita Caliva
En las últimas décadas, hemos sido testigos de una transformación vertiginosa en las formas en que interactuamos, nos informamos y nos relacionamos con el mundo. Las nuevas tecnologías, especialmente las redes sociales y los dispositivos móviles, han reconfigurado nuestra forma de vivir, pero también han traído consigo una desconexión cada vez más palpable de lo que realmente importa: la interacción humana genuina.
Esta desconexión, sumada a la manipulación de la información y la segmentación de opiniones, ha generado un caldo de cultivo para la construcción de una sociedad distópica en la que el compromiso social y político se ve gravemente afectado, mientras los intereses corporativos y geopolíticos prevalecen.
La tecnología, en su faceta más avanzada, nos ha brindado innumerables avances que mejoran nuestras vidas. Sin embargo, también ha propiciado una creciente desconexión entre las personas. Las interacciones cara a cara han sido sustituidas por comunicaciones mediadas por pantallas, donde la empatía y la comprensión profunda se ven disminuidas por la superficialidad de los mensajes instantáneos y las interacciones virtuales.
Este aislamiento social tiene consecuencias más allá de la simple interacción diaria; afecta la manera en que nos entendemos como sociedad y nos relacionamos con nuestros problemas comunes, como el entorno político y económico.
Las redes sociales y las plataformas digitales, si bien han permitido democratizar el acceso a la información, también han favorecido la polarización y la manipulación. La información, en lugar de servir para formar una opinión crítica, se ha convertido en una herramienta para segmentar y crear realidades paralelas. Los algoritmos de las redes sociales favorecen contenidos que refuerzan nuestras creencias preexistentes, creando burbujas de información donde solo se escucha a quienes piensan igual, mientras que se silencia o distorsiona cualquier otro punto de vista.
Esta fragmentación de la realidad ha dado lugar a una ciudadanía menos informada, menos crítica y, por ende, menos comprometida con los asuntos públicos.
La desconexión entre los individuos y su entorno, alimentada por las nuevas tecnologías, ha provocado una apatia generalizada hacia la política y el bienestar colectivo. En un contexto donde la información parece llegar de manera fragmentada y manipulada, es comprensible que muchas personas se sientan desmotivadas a involucrarse en procesos democráticos y a luchar por los cambios necesarios en sus sociedades.
Este desinterés se ve reflejado en la creciente desconexión entre los ciudadanos y sus representantes, quienes a menudo parecen más preocupados por las agendas corporativas y los intereses geopolíticos que por los problemas reales de la gente.
En el caso específico de nuestro país, este fenómeno se ve exacerbado por las decisiones políticas que parecen responder más a las demandas internacionales que a las necesidades del pueblo argentino. Un ejemplo claro de esto es la reciente entrega de los reactores nucleares más avanzados de Argentina a Estados Unidos, una medida que responde a intereses geopolíticos y corporativos antes que a la necesidad de fortalecer la independencia energética del país o el bienestar colectivo.
Esta entrega no solo tiene implicaciones económicas y tecnológicas, sino que también pone en evidencia cómo las decisiones políticas están cada vez más alejadas de los intereses nacionales y, por ende, de los intereses de los ciudadanos.
La relación de Argentina con la geopolítica internacional, en especial con conflictos como la guerra en Palestina y la influencia de potencias como Estados Unidos, refleja una realidad distópica donde la soberanía y los intereses nacionales se ven comprometidos por una lógica global que prioriza la acumulación de poder y riqueza en pocas manos.
Este modelo contribuye a la falta de identidad colectiva, la desconfianza en las instituciones y la falta de propuestas claras para un futuro mejor.
El gobierno de Javier Milei, con su énfasis en las políticas neoliberales y su enfoque en la integración económica global, también refleja esta desconexión entre las necesidades locales y las presiones internacionales. Sus decisiones y discursos, en muchos casos, parecen estar alineados con los intereses del mercado global más que con los de los ciudadanos argentinos.
Esta orientación hacia una economía globalizada, que se nutre de la desregulación y la privatización, refuerza la fragmentación de la sociedad y la incapacidad de generar una propuesta colectiva de futuro.
En este contexto, la falta de compromiso social y político se ve reflejada en la apatía de los ciudadanos, que sienten que las decisiones importantes se toman lejos de sus vidas cotidianas y que sus voces no tienen impacto real en la dirección del país.
La falta de interés por involucrarse en el proceso democrático y en la construcción de un futuro común se convierte en un obstáculo para la creación de una sociedad más justa.
La combinación de la desconexión humana, la manipulación de la información y los intereses geopolíticos y corporativos está llevando al mundo a una situación cada vez más distópica. En lugar de ser un espacio donde los individuos puedan construir una sociedad basada en la solidaridad, el compromiso y la búsqueda del bien común, estamos siendo empujados hacia un modelo en el que prevalecen las fuerzas externas y las elites que se benefician de un mundo fragmentado y desinteresado en los problemas reales de las personas.
Es necesario recuperar el sentido de comunidad, revalorar la interacción humana y restablecer un compromiso político que vaya más allá de las pantallas y los algoritmos. Solo así podremos construir una sociedad más equitativa, en la que las decisiones políticas estén verdaderamente al servicio de la gente, y no de intereses ajenos a sus necesidades.