Ni olvido, ni perdón, cárcel común y efectiva para los genocidas: historia de un revolucionario desaparecido
- Por: Pablo Bassi
Tolo Arce fue el primer delegado de ATE en SeNaSA y miliciano montonero. Hijo de militar, esposo de un gran amor, hermano de un desaparecido por error. Su legado, sus días en la clandestinidad y su voluntad de construir una patria justa merodean esta crónica.
El estruendo de granada despertó a todos. Mientras Homero se levantaba de la cama, escuchó la voz que desde un megáfono le ordenaba abrir la puerta. Dio vuelta la llave y de golpe ingresaron diez hombres armados con camperas tipo anoraks verde oliva y boinas con un extraño paño rojo.
Eran las dos y media de la mañana. En la vereda tres de los visitantes advertían a los curiosos meterse, bajar persianas, no espiar. Adentro Homero y su esposa, Theodolinda, fueron encerrados en un cuarto. El resto revisaba la casa y robaba joyas.
Se encontraron con Tata. Le apuntaron. Se vistió. Homero creyó que eran fuerzas de la represión. Que había algún error. Tata no anda en nada raro, pensó. Pronto lo pondrían en libertad.
Señores, soy subteniente retirado. ¿A dónde llevan a mi hijo?
Ya lo traemos –le respondieron- No se preocupe –y le hicieron la venia.
Pero Tata nunca volvió, a pesar de que no era él a quien buscaban.
El hecho ocurrió el 20 de octubre de 1976 en Gaona al 800, ahora Presidente Perón, entre Ramos Mejía y Haedo, provincia de Buenos Aires. Un barrio de casas bajas donde Tolo, que se llamaba Homero Roberto como su padre, hizo el secundario entre 1964 y 1971 en el Juan XXIII, Padre Elizalde, Instituto Emaus, Nacional 9 y Nacional 7. En todos ellos obtuvo calificaciones del montón y una distinguida mala conducta. Homero y Theodolinda intentaron sin éxito hacerlo estudiar en el Colegio Militar, pero Tolo andaba en otra: hurgaba algo en los centros de estudiantes, sin militancia orgánica, como un pasatiempo.
Había nacido de apuro en Salta donde vivían sus abuelos maternos, gente perteneciente a esa minoría provincial que no era pobre ni clase alta. La de Homero, en cambio, sí era una familia acomodada de La Plata: varios de sus sobrinos asistieron al Colegio Militar y uno de ellos fue miembro de la Secretaría de Inteligencia Naval, antes y durante la última dictadura militar.
Homero se había recibido de contador público nacional, e ingresó como Oficial al Ejército hasta alcanzar el grado de Subteniente de Intendencia. Luego de su retiro llegó a ser gerente general en la Administración del Servicio Nacional de Sanidad Alimentaria -SeNaSA-. Desde la perspectiva de Tolo, su padre era víctima inconsciente del alcoholismo de Theodolinda y eso los unía en una alianza de convivencia doméstica que las diferencias políticas corroían. Homero sentía a Tolo la oveja negra de la familia.
Tata, que se llamaba Hernando Rodolfo y tenía tres años menos que Tolo, había adoptado hacia la mamá una posición más indulgente. La diferencia desencontraba a los hermanos tanto como el compromiso que Tolo adoptaría con la política. Ambos alcanzaron el cinturón negro de tae kwondo, e incluso introdujeron en nuestro país el tangsoo do. Eran reconocidos profesores. Tata, por ejemplo, posó una vez para la tapa de la revista Yudo Karate junto con Javier Dackak, representante argentino en competencias internacionales. Por sobre la de Tolo su técnica era impecable. Juntos dieron clases en el Instituto Yoo-Sin de Ramos Mejía, el Delia Bronfman de Belgrano y en uno sobre la avenida San Martín, frente a la Facultad de Agronomía de la UBA. Gracias a Homero, los dos ingresaron a trabajar en SeNaSA.
“El tae kwondo era para Tata una disciplina de la no violencia. Por eso criticaba la militancia de Tolo. Creo que ni siquiera estaba afiliado al sindicato”, cuenta Carmen Beatríz Ricciardi -Beti-, que entró al sector de compras del SeNaSA en 1971. Para ese año Tolo ya era delegado general del sindicato ATE en el organismo, y caía seguido a su oficina. Ella tenía casi 20; él unos meses más. Años después decidieron casarse vía Bolivia, porque las leyes argentinas le impedían a Tolo deshacer su primer matrimonio. Para fines de 1975 se fueron a vivir a un departamento a metros de Gaona y Juan B. Justo, en Capital.
“Tolo abría la ventana y se alegraba con el sol, se despertaba y programaba el día. Era un apasionado, amaba la vida”, dice Beti. También lo recuerda celoso: una vez en el subte ella le confesó que alguien la miraba. Entonces él comenzó a caminar hacia atrás en busca del contacto físico con el mirón, cuando de repente se rompió la cinta sujeta manos y todo el vagón se echó a reír.
Beti, proveniente de una familia antiperonista, abrazó la militancia política desde el Partido Socialista de los Trabajadores en un tránsito vacilante hacia la Juventud Trabajadora Peronista y de allí pasó a militar en Montoneros. La época ameritaba adoptar recaudos, por lo que la pareja estableció un acuerdo: llamarse al menos una vez al día. Pero eso no sucedió el 19 de noviembre de 1976, por el enojo propio de una pavada. Habían quedado en verse a la noche en la casa de los padres de ella en Paternal.
Para la hora en que Beti llegó, Tolo ya debiera haber estado. Esperó, se duchó, temió lo peor. Tolo era puntual. Cenó con sus padres y la hermana. Tolo no llegaba. Empezó a elucubrar escenarios siniestros y personajes terroríficos a partir de hechos reales, como en un sueño. Episodios surgidos del relato de Tolo sobre la visita que días antes al secuestro de Tata recibió en la casa de sus padres, cuando cayeron cinco tipos y lo torturaron. Era de noche, pero no se lo llevaron. Beti nunca entendió por qué.
Homero comprendió después del secuestro de Tata que las horas empleadas por los captores podrían ser eternas. Que estaba en juego algo más que una detención. Al amanecer fue a la casa de Tolo y Beti para anoticiarlos de lo ocurrido. La pareja armó un bolso con lo necesario y escapó. Conocían los objetivos de la tortura. Homero los tranquilizó y les prometió recoger en otro momento documentos y pertenencias de valor.
Recayeron en la casa de unos compañeros donde a diario circulaban muchas personas. No era conveniente quedarse mucho más que pocos días. Siguieron la marcha a un inquilinato en Constitución, propiedad del abuelo materno de Tolo donde estuvieron solamente una noche: la marea de cucarachas y la soledad de la mesa, una silla y una pila de diarios era más agobiante que el cobijo de la clandestinidad.
Fueron a parar entonces a un hotel de pasajeros sobre Avenida de Mayo, algo totalmente prohibido por Montoneros debido a que los servicios solían registrar el libro de huéspedes. Terminaron la fuga en Victorino La Plaza al 1200 en San Martín, donde el papá de Beti venía construyendo una casa aún sin revoque.
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Cuando en marzo de 1970 Tolo ingresó al Programa de Garrapata, el SeNaSA se denominaba todavía Servicio de Lucha Sanitaria -SeLSa- y dependía, como ahora, del Ministerio de Agricultura. Desde las 11.30 y por siete horas prestaba servicio bajo un contrato precario de locación. El pase a planta permanente ya era un punto de conflicto con las autoridades.
La sede central de SeLSa tenía entrada por la calle Moreno y también por Julio Argentino Roca. Este último ingreso había sido bloqueado en 1973 por los trabajadores del organismo, quienes ocuparon el edificio en un hecho que fue noticia en los principales diarios. Si bien Héctor Cámpora había ganado las elecciones presidenciales, la mayoría de las dependencias públicas continuaban intervenidas por militares provenientes de la dictadura de Alejandro Lanusse. Los trabajadores exigían la sustitución por un civil, lo que finalmente lograron con la llegada del veterinario Osvaldo Fernández. La victoria no fue gratuita: la puerta de Roca fue demolida por tanquetas de la Policía. La rebelión al mando de Tolo había comenzado por la mañana y finalizó a la madrugada del día siguiente.
“Era muy buen orador”, lo recuerda Jorge Ravetti, secretario general de ATE en Ezeiza, provincia de Buenos Aires. “Sereno y corajudo”. Él, que había entrado al sector de servicios generales del SeNaSA en 1968 con sólo quince años, tejió con Tolo un vínculo que define de compañerismo, más que de amistad.
Tolo fue el primer delegado de ATE en el organismo, donde sólo había uno de UPCN. El entonces Consejo Directivo Central, como se denominaba a la máxima autoridad ejecutiva del sindicato, estaba al mando del famoso colaboracionista de la dictadura militar de 1976 que administró el gremio hasta 1984: Juan Horvath.
Marcelo Frondizi, afiliado a ATE en Talleres Protegidos, hoy secretario de Acción Política de la seccional porteña, asevera que Horvath tenía una buena relación con la Marina, al punto de entregarle listas de delegados opositores. Por aquellos años Frondizi participaba de la agrupación Organización y Lucha de ATE, y frecuentaba el edificio central del sindicato en que los jóvenes Victor De Gennaro y Manuel Sbarbatti, integrantes de la conducción nacional pero opositores a Horvath, les proveían volantes “de canuto”.
Desde aquella agrupación Frondizi se sumó a la Juventud Trabajadora Peronista -brazo sindical de Montoneros- en la que conoció a Tolo. Lo recuerda pintón, con un característico mechón sobre la frente y poncho al hombro. Un enamorado de Beti, querido por sus compañeros, capaz de concentrar asambleas de cien trabajadores en una planta de 300.
Al compás del vertiginoso proceso político, Tolo aceleró su compromiso militante: de afiliado pasó a ser delegado y de integrante de la juventud peronista a miliciano montonero. Hacía pintadas, distribuía el periódico Evita Montonera y sostenía el local de la JTP. Hay una foto suya con Beti en Plaza Italia, registrada durante el reconocimiento del escenario donde un día después realizarían un operativo de propaganda. Aquella semana la Sociedad Rural Argentina organizaba su tradicional edición en el predio de Palermo. El objetivo montonero era introducir una pastilla de cianuro en la boca de los animales premiados, pero a Beti y otros se les dificultó. La operación fue un fracaso.
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En 1973 Tolo pasó a realizar tareas de mantenimiento en la sede central del SeLSA, ya como personal de planta permanente, y dos años después fue trasladado al Mercado Nacional de Hacienda, para reforzar el servicio de Inspección Veterinaria.
Inmiscuido en tareas militantes, fue suspendido durante 72 horas por faltas injustificadas. Era la sexta oportunidad que esto ocurría. Un año después una resolución adoptada a partir de una ley de la dictadura lo cesó por “presunción subversiva”. Anduvo vendiendo enciclopedias por algunas semanas, hasta que en septiembre un conocido le consiguió un puesto en Andina SA: una veterinaria ubicada en Sarmiento al 600, a media cuadra de Florida.
Aquel viernes 19 de noviembre de 1976, cuando Tolo y Beti se despidieron enojados, bajó del colectivo en el micro centro, ingresó a la veterinaria y descendió al subsuelo, donde asistía al peluquero de caninos.
Buenas tardes, ¿se encuentra Homero Arce? –preguntó a la cajera un joven vestido como cualquier otro, alrededor de las 18 horas
Sí, está abajo –respondió de reojo Dorotea García, y continuó atendiendo al público por unos eternos segundos
¡Andá a buscarlo! –le ordenó con voz imperativa mientras le enrostraba una credencial que no logró identificar- Soy de la policía secreta. Decile que lo quiere ver un amigo, un pariente mejor, decile.
Dorotea se levantó de la silla y fue hasta la escalera, bajó los primeros escalones y un escalofrío recorrió su espalda. Estaba nerviosa. Atinó a volver.
¡Bajá! –gritó otro civil- Ni se te ocurra decirle que somos policías.
Pero Dorotea, consternada, subió los escalones y regresó a la caja donde los hombres la obligaron a sentarse. Mientras observaba cómo cinco personas altas y rubias se agolpaban en las escaleras, su compañero José Carnevale fue abordado en la puerta.
Vamos juntos, necesito que me lo marques –le propusieron sin alternativa.
Fausto Tripiciano y Alberto Corallo, cuyas oficinas se encontraban al fondo de la planta baja donde se empezaban a escuchar los primeros gritos subterráneos, decidieron descender. Vieron entonces a Tolo en el suelo, casi anestesiado de piñas, patadas y culatas.
Carnevale ofició de carnada al igual que Natalio Giglio, el encargado de la peluquería a quien requirieron sin insignias identificatorias la presencia Tolo, que había asomado inocente su cabeza, se identificó y en fugaces segundos, más fugaces que siempre, quedó sin estrategia de escape. Arrinconado, era apuntado por pistolas 45 milímetros.
¡No te muevas! –le dijeron mientras procedían a esposarlo, atarlo de pies y manos con un cable de luz, y acallar con una toalla en la boca la súplica para que alguien avise a Homero, su papá.
Este hijo de puta es montonero. Mató y secuestró inocentes –escuchó Tripiciano, mientras observaba con recelo cómo otro hablaba por un radio trasmisor. “Ya lo tenemos”, decía.
Alzado por sus extremidades como hacienda, amordazado y cubierta su cabeza con otra toalla blanca manchada en sangre, Tolo fue llevado hasta el Falcon oscuro que esperaba en la puerta, y ahí arrojado.
El acto duró no más de diez minutos. Fue constatado por al menos ocho testigos declarantes que juraron la imposibilidad de reconocer a los victimarios. ¿Acaso serían de la Marina, la fuerza con asesinos altos y rubios que mayormente operaba sobre Montoneros? ¿O tal vez Federales con sed de vengar la bomba que en julio anterior sacudió a la Superintendencia de Seguridad Federal?
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Aquel 19 de noviembre en la casa de sus padres, Beti concluyó Tolo esa noche no regresaría. A la mañana siguiente viajó a casa del suegro para anoticiarlo de la ausencia. Juntos fueron entonces hasta la veterinaria Andina, y al arribar bajó sólo él. Los compañeros de Tolo le confirmaron el peor de los presentimientos.
El lunes Beti se presentó en su lugar de trabajo. Sus compañeros le recomendaron irse: el viernes anterior, civiles ajenos al organismo preguntaron por ella mientras hacía trámites en la calle. Nunca volvió y se enteró meses atrás, casi 20 años después, que varias veces más requirieron su presencia. Tampoco regresó al domicilio registrado en su legajo laboral, el de sus padres, que le recomendaron mudarse con ellos a otra vivienda a medio construir en la ciudad bonaerense de San Martín. Tolo la conocía. Era un riesgo.
Desde fines del ’74 Beti militaba en Montoneros y lo siguió haciendo. Intentó olvidarse de todos los datos que sabía sobre sus compañeros, como si acaso fuese posible. En buena parte lo logró: aún mantiene lagunas mentales sobre nombres, fechas o la secuencia cronológica de determinados hechos que protagonizó.
Días posteriores a la desaparición de Tolo, Beti se enteró que sería mamá. Una noticia que invadió de felicidad a Homero y Theodolinda, afianzó el vínculo con los Ricciardi y los impulsó a transitar el escalabroso camino tendido por el enemigo.
En su condición de militar retirado, Homero le escribió el 23 de noviembre de 1976 una carta a Jorge Videla, Emilio Massera y Orlando Agosti, la junta de dictadores que no emitió respuesta alguna sobre el paradero de Tolo. Se entrevistó con algunos ex camaradas, a otros les escribió, realizó llamados, rastreó indicios, cotejó. El por entonces ministro del Interior, Albano Harguindeguy, lo recibió en su despacho y le confirmó que Tata había muerto en una sala de tortura y que de Tolo no sabía nada.
En diciembre de 1976, Homero y Beti fueron a ver a Emilio Graselli, el secretario del vicario castrense (representante de la Iglesia Católica en el Ejército), quien los recibió en la capilla Stella Maris como a tantos familiares de desaparecidos. El contacto se los proveyó un cura que Tolo había ido a visitar en la iglesia de San José de Flores, tras las huellas de Tata.
Beti recuerda que había mucha gente llorando en una sala contigua a su oficina, sin saber entonces por qué ni a qué iban. Graselli se alegró por el rápido accionar de la familia, les aseguró que una vez a la semana almorzaba con Videla, Massera y Agosti y le preguntó a Beti dónde militaba. Todo lo anotó en una de las cientos de fichas que el secretario atesoró durante años sin estar nunca imputado como colaborador de crímenes. En una segunda reunión, en enero de 1977, Graselli les dijo que no tenía información sobre el paradero de Tolo. Y en febrero, se lamentó de que fuesen a verlo tan tarde.
A Homero, que ya había recurrido al poder político en manos del enemigo y al poder eclesiástico en manos de cómplices, sólo le faltaba recurrir al poder judicial.
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Se demoró casi un año: el 30 de septiembre de 1977, Homero presentó un hábeas corpus asesorado por la misma abogada que tramitó el casamiento de su hijo vía Bolivia. Estaba asustada. Nunca lo había hecho. La denuncia recayó en el Juzgado Nacional de Instrucción número 30 a cargo de Jorge Edwin Torlasco, quien en 1985 integraría la Cámara Federal porteña que juzgó a los represores de la junta militar.
Torlasco se limitó a cumplir con las formalidades de rigor. Ordenó conocer el paradero de Toto y Tata a través del Director General de Asuntos Policiales e Informaciones, Coronel Luis Sulliván, imputado años después en la causa Plan Cóndor, quien le confirmó que no había medidas restrictivas contra los hermanos Arce. La Superintendencia de Asuntos Judiciales de la Policía Federal Argentina informó, asimismo, que ninguno de los dos se encontraba detenido. Torlasco, por último, ordenó al Comisario federal Donato Leone, a cargo de la seccional primera con jurisdicción sobre la veterinaria Andina, que determinara la identidad de los testigos que presenciaron la detención de Tolo para su indagatoria.
En un decreto posterior, el magistrado declaró la incompetencia de su tribunal y remitió las actuaciones al fuero federal. Argumentó que el caso, similar a otros tramitados en su juzgado, tenía como autores delictivos a personas que se identificaban como miembros de las Fuerzas Armadas o de Seguridad. La numerosísima repetición, sostenía Torlasco, lo convencía de estar frente a procederes organizados cuya finalidad escapaban a la simple motivación particular de la delincuencia común y ponían en peligro la seguridad de la Nación.
Pero el juez federal Norberto Gilleta rechazó su competencia, por lo que los autos volvieron a manos de Torlasco. La decisión de aquel no era la primera de este tipo: Gilleta fue señalado por el Centro de Estudios Legales y Sociales como un rechazador compulsivo de hábeas corpus, en complicidad con la dictadura.
Torlasco insistió en su pronunciamiento por lo que la causa derivó a manos del Juzgado Nacional en lo Criminal y Correccional Federal 6, a cargo de Eduardo Marquardt, que años después integró el equipo de Sergio Marutian: el abogado contratado por el Ejército para coordinar las defensas en todas las causas en las que se procesaba o imputaba a militares. Marquardt, finalmente, desestimó el hábeas corpus durante los primeros días de abril de 1978.
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¿Quién podría haber entregado a Tolo? Una hipótesis es la de su primo, miembro de la Secretaría de Inteligencia Naval. Otra la de algún infiltrado en los grupos de tae kwondo. Una tercera, más sólida, se circunscribe a las entrañas del SENASA: ¿Por qué lo habrían echado, si no, por presunta subversión?
Ravetti cree que el ministro de Agricultura, Ganadería y Pesca interventor durante la dictadura, Jorge Zorreguieta, desplegó espionaje dentro de los organismos dependientes de la cartera. Su chofer, un tal Duré, que orillaba seguido las oficinas de SeNaSA, estuvo bajo sospecha de un periodista holandés que visitó nuestro país meses antes del casamiento del príncipe Guillermo y Máxima, hija de Jorge Zorreguieta. Aquella pista podría haber sido el germen de un juicio que nunca prosperó y para el que Beti se había alistado como testigo.
Un día antes del derrocamiento a Isabel Perón, Marcelo Frondizi y otros compañeros fueron al Consejo Directivo Central de ATE a preguntarle a la conducción cómo reaccionaría frente a un escenario que avizoraban inevitable.
No, no sabemos muchachos –les respondieron
Yo creo que Horvath marcó gente –concluye Frondizi
Luego del 24 de marzo, la agrupación Organización y Lucha de ATE ingresó en un debate: Carlos di Lorenzo sostenía que había que pasar a la clandestinidad ante la inexistencia de una alternativa que no fuese la armada. Frondizi, en cambio, argumentaba que era momento de replegarse porque los compañeros eran prescindidos en sus sectores de trabajo, porque la ofensiva era grande, porque muchos caían como moscas.
Meses antes de las elecciones de 1983, cuando se desvanecía la sombra sobrevoladora de la dictadura, Beti regresó al Estado en la Caja Nacional de Ahorro y Seguro. Sus compañeros le ofrecieron participar de la Gremial y ella dudó pero aceptó. No sabe todavía si por mandato de su historia militante o el simple resguardo de sus derechos laborales y los de sus compañeros.
Jamás obtuvo una huella de Tolo tras el secuestro, lo que le impidió ser querellante en la Asociación de Ex Detenidos Desaparecidos. María, hija de ambos, dejó una muestra de sangre en el Equipo Argentino de Antropología Forense por si un eventual descubrimiento del cadáver pudiera revelar la identidad de su papá.
Hasta ahora el cuerpo no apareció, y por tanto María debió iniciar un juicio para exhumar el cuerpo de Theodolinda, que falleció seis años después de la desaparición de su hijo Tolo, y obtener así el cruce sanguíneo necesario con el de su abuelo Homero que murió en 2004. Desde entonces, María porta el apellido Arce Ricciardi.
Los nombres de Tata y Tolo en el mural del Parque de la Memoria. No pasaron muchas semanas después del golpe del 24 de marzo para que Ravetti pidiera el traslado de servicios generales del SeNaSA a la oficina de Personal, donde fue testigo de la visita de autoridades requiriendo legajos que volvían tiempo después.No duró mucho ahí. Pronto renunció para trabajar en un banco durante el día y en un matadero durante la noche. Años después regresó al Estado y comenzó a militar en el sindicato. Abrió en el barrio La Victoria de Ezeiza un comedor de ladrillos donde los pibes comen, quizás, una vez al día. El lugar se llama Centro Cultural Tolo Arce.
A María le cuesta explicar qué siente ante el reconocimiento que le hacen a su papá. No sólo en Ezeiza sino en el edificio central de SeNaSA, que guarda una placa en memoria suya. La agrupación sindical que conduce la junta interna de ATE también se denomina Tolo Arce.
Un decreto presidencial de 2012 dispuso la inscripción de la condición de detenido desaparecido en los legajos de aquellos trabajadores de la Administración Pública Nacional cuyos rastros se perdieron entre 1955 y 1983.
La Comisión de Trabajo por la Reconstrucción de Nuestra Identidad, que nació en el seno de un grupo de trabajadores, es la encargada de sistematizar esta información que cuenta con más de 122 legajos reunidos en una investigación inicial de más 20 cuerpos con más de 11.600 fojas.
Más de 50 ya fueron reparados, entre ellos el de Tolo, con su verdadera causal.